Si estos tiempos que corren serían un poco más aburridos y previsibles, en este momento estaría escribiendo la continuación del artículo que publiqué la semana acerca de la proliferación masiva de los streamings. Pero ayer una noticia conmocionó no sólo a la comunidad judía mundial, sino también a quienes independientemente de su credo, están preocupados por el avance del fundamentalismo islámico en occidente. En extractos publicados de un nuevo libro de próxima aparición, el Papa dijo que expertos internacionales sostienen que "lo que está sucediendo en Gaza tiene las características de un genocidio".
Para ser honestos, aunque la afirmación del Sumo Pontífice indigna, no sorprende. Sucedida la masacre del 7 de octubre, en ningún momento el Vaticano se expresó firmemente contra el terrorismo ni tampoco apoyó el derecho a la defensa de Israel, sino que circunvaló el asunto mediante expresiones al estilo de pedir el fin de las hostilidades, conseguir la paz, lograr entendimiento de los pueblos, y otros tantos lemas que resultan útiles solamente cuando se quiere hacer una declaración que no diga absolutamente nada. Nobleza obliga, hubo referencias a la liberación de los rehenes, pero siempre con algún “y además” que evite que las almas sensibles de los simpatizantes de Hamás, Hezbollah e Irán se sientan menospreciadas.
La neutralidad política del Vaticano (y evitamos el término Iglesia porque dudo que lo expresado por el Papa sea representativo de la comunidad católica en sí misma) no es novedad, y por eso no vamos a encontrar en sus comunicados demasiadas referencias a la invasión rusa a Ucrania, o incluso a las matanzas de minorías cristianas (que sí tienen características de genocidios) en países árabes de África y Medio Oriente. Honestamente, la mayoría de los judíos tampoco esperábamos un gran apoyo a nuestra causa, pero lo que muchos “optimistas” del (a esta altura agotado) concepto de diálogo interreligioso no imaginaban, es una declaración tan profundamente antisemita. Un verdadero libelo de sangre contemporáneo.
Somos muchos quienes venimos advirtiendo el notorio silencio del Vaticano respecto de la cada vez más radicalizada y violenta expansión del extremismo islamista, principalmente en Europa. Ciudades como Londres, París o Madrid están no sólo permitiendo manifestaciones públicas a favor de la instauración de la sharia y el apoyo a Hamás, Hezbollah o incluso ISIS, sino además intentando borrar de la vida ciudadana cualquier atisbo de cultura cristiana. En un curioso (y suicida) doble estándar, se extreman al máximo las regulaciones para evitar la “parcialidad religiosa” en relación a celebraciones como Pascuas o Navidad, pero al mismo tiempo se habilitan manifestaciones pro-islámicas que, con diferentes banderas y lenguas, remiten al más recalcitrante fanatismo nazi.
¿Son entonces los dichos de Francisco un intento de diálogo con un fundamentalismo amenazante? ¿Intenta el Vaticano congraciarse con sectores de izquierda que aunque teóricamente católicos están cada vez más laicos? ¿Cuál es la lógica política de expresar una afirmación que la mayoría de los países occidentales ya ha definido como simple y rotunda mentira? Voy a intentar una hipótesis que responde más a la intuición que a una inferencia ordenada y analítica: quizás la clave esté más en el cuándo que en el qué.
Francisco dice lo que dice a casi dos semanas de la aplastante victoria de Donald Trump, que innegablemente ratifica una vuelta de lo que podríamos llamar “la derecha” en América y Europa. Bukele, Milei, Meloni, casi Le Pen y quizás próximamente Wilders son algunos de los ejemplos de que el alejamiento del progresismo de los problemas cotidianos en pos de una agenda hoy llamada woke muy noble en teoría pero con poca o nula relevancia para la mayoría de los ciudadanos ha conducido previsiblemente a que gran parte de los habitantes de estos continentes dejen de lado los pruritos de lo políticamente correcto para votar a líderes que, aunque a veces con dudosa calidad institucional, parecen estar entendiendo cuál es el zeitgeist de este segundo cuarto del siglo XXI que está comenzando.
Y así como en el Imperio Romano Pablo dirigió su prédica a los esclavos ofreciéndoles el consuelo de una supuesta dignidad de la pobreza en oposición a la demonización de la riqueza, quizás el Papa asuma que frente a una derecha pro-capitalismo, pro-occidente y pro-Israel, nada mejor que a la clásica bandera de la justicia social (enarbolada desde el oro y el marfil del Vaticano) agregarle la de la nueva causa de moda para quienes en este nihilismo post-moderno encuentran una razón de ser en una Gaza lo suficientemente lejos para justificar la miopía intelectual.
Quizás esta declaración pase al olvido, o quizás sea el primer paso de un reposicionamiento del Vaticano más cerca del “eje de resistencia” (llámese China, Rusia e Irán) que de EEUU y Europa Occidental. En este siglo XXI aún más cambalache que el anterior, todo, absolutamente todo, es posible.
Y herida por una penosa frase
Ves llorar la Biblia contra un calefón