La semana anterior compartí un ensayo personal acerca del impacto del streaming en la vida judía, cuyas conclusiones arrojaban un panorama bastante sombrío para la mayoría de las comunidades no ortodoxas. Sobre el final del posteo sugerí una medida para intentar revertir esta situación, que compraré con la política de desarme nuclear que desde hace varias décadas forma parte de la agenda internacional. Pero antes de hablar de esto, vamos a referirnos a la increíble y hasta ridícula carrera armamentística del streaming sinagogal. Para eso deberemos hacer un viaje imaginario al pasado. No milenios ni siglos ni incluso décadas, sino tan sólo unos cinco años atrás. Bienvenidos al misterioso y legendario… ¡mundo pre-pandemia!.
Estamos en el año 2019. Ya nos comunicamos por Whatsapp, Facebook o Instagram; consumimos streamings como Netflix o Amazon, miramos videos en YouTube y escuchamos música en Spotify. Subimos nuestros archivos a Google Drive o Dropbox, y en el mundo del trabajo a veces usamos Skype. Algunas universidades ofrecen “cursos online” que no todos consideran serios, y muy pero muy pocas personas utilizan una aplicación llamada Zoom parece servir para estudiar o trabajar de forma remota.
En diversos grados gran parte de la humanidad tiene algún tipo de vínculo con la virtualidad, pero hay esferas que todavía son presenciales y el sólo hecho de imaginarlas de otra forma resulta ridículo: una fiesta de cumpleaños, una consulta médica, una sesión de entrenamiento físico, y obviamente… una ceremonia religiosa. Quizás los jóvenes, que son nativos digitales, puedan sentirse un poco más a gusto reemplazando una juntada de sábado por la noche por una sesión de juegos de red en la que cada participante interactúa desde su casa con decenas o cientos de desconocidos. Pero para la mayoría de los seres humanos mayores de 25 o 30 años, la sola idea de una vida online permanente y total suena más a distopía que a milagro tecnológico.
Pero a comienzos de 2020 todo cambia. El Covid se expande exponencial y fatalmente, y obliga a gran parte de la humanidad a recluirse. De pronto internet es un servicio tan importante como la electricidad o el gas, y saber utilizar Zoom se vuelve cuestión de vida o muerte social. Un proceso de virtualización que en hubiese tomado décadas se consolida en apenas semanas. El mundo judío no será ajeno a este fenómeno.
Sin posibilidad de continuar sus ceremonias religiosas en formato tradicional, las sinagogas de todo el mundo comienzan a preguntarse qué hacer. Algunas (sobre todo en el mundo ortodoxo) eligen hacer caso omiso de las recomendaciones (y a veces prohibiciones legales) y de forma más o menos clandestina continúan reuniendo congregantes para las celebraciones de Shabat y Festividades. Otras entienden que la única opción es cerrar hasta nuevo aviso, pero la gran mayoría se pregunta cómo seguir ofreciendo servicios religiosos sin poner en riesgo de contagio a sus miembros.
Es en esta tensión entre continuidad comunitaria y responsabilidad sanitaria que más y más sinagogas comienzan, en diversos formatos y con más o menos nivel de profesionalismo, transmitir sus ceremonias online. Nobleza obliga, algunas pocas congregaciones ya lo venían haciendo desde antes, pero con sistemas muy rudimentarios y (sobre todo en el Movimiento Conservador) no sin generar polémicas respecto del uso de dicha tecnología en días sagrados.
En el judaísmo liberal, pocas son las voces de disidencia: cuestionar el streaming en plena pandemia sobre argumentos halájicos o teológicos huele a viejo y retrógrado, adjetivos que la mayoría de rabinos y dirigentes no están dispuestos a recibir. Se ofrecen parámetros técnicos compatibles con las normas sabáticas, pero son demasiado complejos y caros para la mayoría. Surge entonces otro slogan que se vuelve en mantra: será algo temporal.
Situaciones extremas requieren medidas extremas. Todos están de acuerdo en que el streaming no es natural ni ideal y ni siquiera cómodo, pero no queda otra. Es esto o el fin del judaísmo. La prueba de fuego será las Altas Fiestas, en donde en la mayoría de los países la única opción será transmitir sin aforo. La lógica indica que cada congregante se conectará a su comunidad sin importar demasiado la resolución de la imagen o la cantidad de cámaras involucradas. Pero comienza un comportamiento inesperado para muchos, pero previsible para quien conozca la industria del entretenimiento: la grandilocuencia y “originalidad” vence a la pertenencia personal y familiar. La cultura del zapping invade la liturgia judía, y navegando entre diferentes alternativas los miembros de las comunidades que ofrecen streamings más modestos y convencionales quedan deslumbrados por la experiencia HD de sinagogas que no sólo están a cientos o a veces miles de kilómetros, sino que en algunos cosas incluso transmiten en un idioma diferente. Comienza la “proliferación nuclear” del streaming.
Las esperanzas de un 2021 libre de pandemia quedan hechas trizas desde un principio, y aunque en la mayoría de los países se permite un número limitado de congregantes, todas las fichas vuelven a ponerse en el nuevo fetiche. La apuesta se redobla: la posibilidad de contar con espectadores y en consecuencia donantes de todo el mundo inicia una brutal competencia por ofrecer el mejor producto: más cámaras, más instrumentos, más sobreimpresos… hasta incluso juegos de luces e invitados especiales. Todo sea por el rating.
Previsiblemente, con el correr de las semanas la carrera comienza a volverse más y más desigual, y el streaming sinagogal se convierte en negocio para pocos y bancarrota para la mayoría. Para fin de 2021 resulta imposible competir con los “equipos grandes”, que aprovechando el nuevo mercado multimedia comienzan a contratar a profesionales que hasta ese entonces lideraban otras sinagogas. Pero hay esperanza: cuando la pandemia culmine, las sinagogas cumplirán su promesa de finalizar sus streamings y no quedará más remedio que volver a vestirse bien, salir de casa y concurrir a la tradicional comunidad del barrio.
Baruj Hashem, en 2022 la pandemia finaliza. Como a lo largo del siglo pasado las vacunas salvan a la humanidad, y el Covid es degradado a mero resfrío. El mundo vuelve a ser un poco más normal. Queridas sinagogas liberales, ha llegado la hora de concluir vuestros streamings, ¡lejaim! Pero… ¿quién empieza? Si la comunidad A deja de transmitir, probablemente sus cientos o miles de espectadores inmediatamente se pasen a la comunidad B. Entonces ambas instituciones pueden pactar al menos volver a un streaming modesto y orientado a quienes por fuerza mayor no pueden participar in situ. Pero si A y B llegan a este acuerdo, entonces la congregación C se quedaría con el share de A y B, volviéndose una mega comunidad amenazando el status de las otras dos.
Si este problema teórico de tres participantes parece complejo, recordemos que sólo en Buenos Aires y sus alrededores tenemos no menos de 25 o 30 sinagogas, la mayoría con streaming activo. Incluyamos a toda Argentina, y hablamos de por lo menos 40 streamings. Agreguemos Latinoamérica, y llegaremos a más de 70. ¿Y si juntamos coraje e incluimos a EEUU y Canadá? ¿500, 1000, 1500?
El streaming sinagogal está descontrolado. No sólo no hay límites de alcance de las transmisiones, sino que cada vez menos comunidades y rabinos están preocupados por mantener algún dejo de seriedad litúrgica y hasta estética. Todo vale. TODO. La carrera armamentística digital sinagogal ya se ha cobrado la vida de decenas de humildes pero esenciales comunidades, y la tradicional diversidad del judaísmo liberal se torna cada vez más un mismo producto pseudo televisivo que con diferentes nombres y logos, se repite una y otra vez a lo largo del continente.
Un “desarme” sería no sólo positivo, sino que resulta absolutamente imprescindible para la supervivencia de un judaísmo liberal cada vez más en peligro de extinción. Es poco probable que un dirigente obsesionado con las finanzas y el márketing comunitario se muestre dispuesto a dialogar de forma seria y honesta con sus pares, y por lo tanto la única posibilidad de implementar reglas de juego claras y sustentables en relación al streaming lo tienen organizaciones que al momento han elegido mirar hacia otro lado: las asambleas rabínicas.
De eso hablaremos en el próximo posteo
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Jonathan Kohan es Cantor Sinagogal, Profesor de Estudios Judaicos y Lic. en Psicología. Trabaja como profesional independiente en Argentina y los Estados Unidos.